
¿Necesaria? No, claro que no. Pero después del taquillazo de Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho? tanto en Francia como a nivel mundial, con ganancias que multiplicaron por diez su presupuesto, entra dentro de la lógica que los productores quisiesen seguir rentabilizando una fórmula que resulta harto difícil de encontrar. El público es muy caprichoso y no acude en masa a los cines así porque sí. De modo que, si das con ese triunfo entre tantos intentos fallidos, si encuentras y mezclas los ingredientes mágicos para que eso ocurra, lo suyo es continuar explotando el filón, a poder ser evitando la zafiedad y preservando la dignidad del producto que sedujo a tantos millones de espectadores. Después de cinco años, aquí se encuentra la continuación de aquel vodevil que mantiene el espíritu de su inspiradora y retoma a todos y cada uno de los personajes que consiguieron hacernos llorar de la risa.
Otra vez en el centro el más patriota de todos los patriotas franceses, Claude Verneuil, en cuya piel Christian Clavier se desenvuelve con soltura. Aunque resulte complicado cambiar las ideas recalcitrantes, xenófobas, racistas y chauvinistas que se gasta el tipo, parece ser que el tener a sus hijas casadas con cuatro fulanos con orígenes costamarfileños, argelinos, israelíes o chinos le ha suavizado algo el carácter.
En esta ocasión son ellos quienes se encuentran incómodos en la tierra que les ha visto nacer por culpa de los prejuicios de sus compatriotas en materias religiosas, étnicas e, incluso, laborales. De modo que deciden, junto a sus mujeres e hijos, marchar a vivir lejos de su país, cada uno con un destino distinto. Esto supone una crisis para los Verneuil que no pueden soportar tener lejos a su prole de nietos.
De nuevo la incorrección política entra en juego para no separarse de la línea marcada por la historia original, pero en esta ocasión el guión se aleja más de la carcajada, de la comicidad exagerada, de aquel humor pasado de rosca que a veces se gastaba aquel texto, para buscar un camino más de comedia ligera. Los rasgos definitorios no cambian, incluso se traza una estructura similar, pero se han conseguido limar los aspectos que se salían más de tono de su hermana mayor para conseguir un trabajo más sosegado, que se beneficia de la mayor serenidad del carácter del protagonista, centrando esta vez el histrionismo en su consuegro africano.
Esto da como resultado una película entretenida, sin altibajos, que no aburre y se ve con una sonrisa en la boca. Que mantiene su espíritu crítico con todas esas actitudes de las que tanto se ríe y no defrauda si se tiene claro lo que se va a ver. Una segunda parte a la altura de las circunstancias. Nadie cuando compra una entrada para un filme de este estilo pretende ver una obra maestra pero, teniendo esto en cuenta, cumple más que de sobra con las expectativas que pueda haber suscitado en la audiencia.
Copyright del artículo © Manu Zapata Flamarique. Reservados todos los derechos
Copyright imágenes © Les Films du 24, TF1 Films Production, Cortesía de A Contracorriente Fims. Reservados todos los derechos.
Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho… ahora?
Dirección: Philippe de Chauveron
Guion: Guy Laurent y Philippe de Chauveron
Intérpretes: Christian Clavier, Chantal Lauby, Pascal N´Zonzi
Música: Marc Chouarain
Fotografía: Stéphane Le Parc
Montaje: Alice Plantin
Duración: 99 min.
Francia, 2019

Sarah camina por el pasillo de la tercera planta de la residencia de StarCity, ciudad artificial cercana a Moscú creada para los cosmonautas soviéticos en los años 60. La guía le explica los pormenores del lugar. A ella, por ser francesa, le corresponde alojarse en el nivel más alto. En las paredes hay fotos de los pioneros de la carrera espacial en la U.R.S.S. Las dos se detienen delante de la foto de una mujer. Valentina Tereshkova. Un cráter de la cara oculta de la luna lleva su nombre, continúa su acompañante, quizás pronto le pongan el tuyo a otro. Piloto, ingeniera aeronáutica, paracaidista militar y primera mujer en viajar al espacio. Un espejo en el que mirarse. Ella será la siguiente.
En el inicio de la película le escuchamos, sobre negro, explicar a su hija el proceso de acoplamiento del módulo a la estación espacial internacional y cómo una vez allí, ella y sus dos compañeros, un estadounidense y un ruso, darán vueltas a la tierra durante un año. Las primeras imágenes revelan el duro y exigente entrenamiento que está llevando a cabo en la sede de la Agencia Espacial Europea en Colonia: pruebas de esfuerzo en vertical, simulaciones de situaciones de emergencia en gravedad cero, tests con brazos biónicos que hay que aprender a manejar. Tras terminar sale rauda para llegar a casa y compartir todo el tiempo posible con su niña, que solo podía llamarse Stella.
La astronauta y la mujer. La carrera profesional y la maternidad. Ya de por sí resulta complicado compatibilizar un trabajo normal con la vida familiar en el caso de una divorciada con un retoño a su cargo, si a esto le añadimos el condicionante de que esa ocupación incluye todos los protocolos, reuniones, preparación y disciplina que supone formar parte de la tripulación de una misión espacial, la conciliación se convierte una tarea heroica.
Esta disquisición es la que Alice Winocour desarrolla durante los siguientes y absorbentes 107 minutos. Centrándose en lo duras que resultan determinadas circunstancias para una madre que no puede dejar de preocuparse por su pequeña, a pesar de haberla dejado con su ex marido, y que contrastan con la situación de uno de sus compañeros, el estadounidense, que tiene a su esposa a cargo de sus chiquillas para que él pueda centrarse en su labor. Y eso no es todo, la condescendencia inicial y el menosprecio a sus capacidades por razón de su sexo van minando una moral fuerte pero que se puede resquebrajar en cualquier momento.
El retrato que hace Eva Green de la humanidad, de la fragilidad dentro de la fortaleza, de las múltiples facetas en las que se tiene que desenvolver (y salir airosa) esta mujer valiente, resulta tremendamente emotivo y representa a muchas que antes que ella se enfrentaron al mismo reto y a las que vendrán después. Su trabajo y el de su directora bien merecen un aplauso y dos horas de nuestro tiempo.
Copyright del artículo © Manu Zapata Flamarique. Reservados todos los derechos
Copyright imágenes © Dharamsala, Darius Films, Pathé. Cortesía de Syldavia Cinema. Reservados todos los derechos.
Próxima
Dirección: Alice Winocour
Guion: Alice Winocour y Jean-Stéphane Bron
Intérpretes: Eva Green, Zélie Boulant, Matt Dillon
Música: Ryuchi Sakamoto
Fotografía: Georges Lechaptois
Montaje: Julien Lacheray
Duración: 107 min.
Francia, Alemania, 2019

Cuando uno reflexiona sobre la función de las segundas partes de las trilogías suele concluir que tal vez solo sirvan como mera transición entre el planteamiento y la conclusión de una historia. Aunque en más de una ocasión la experiencia nos ha demostrado que lejos de aparecer como un plato soso y ligero se convierten en la sustancia de un sabroso bocadillo, en el queso con denominación de origen entre pan y pan. El imperio contraataca cumple a rajatabla este precepto. Nada de lo que sucede en ella resulta intrascendente. Su oscuridad y profundidad argumental la convirtieron en la mejor película de la saga muy por encima de las dos rebanadas que la escoltaban.
Desconociendo todavía las hechuras del episodio final de este tríptico, rodado a la vez que el que nos ocupa, ya podemos aventurar que lo que aquí nos hemos encontrado procede como mínimo del Roncal. El magnífico guion de Luiso Berdejo está estupendamente interpretado por el oficio de un Fernando González Molina que se supera trabajo tras trabajo. Juntos han limado las asperezas de su predecesora, una cinta con luces y sombras, para construir una atmósfera insana e inquietante que nos transmite una sensación de desasosiego muy conseguida a partir de una intriga excelentemente urdida que nos atrapa de principio a fin.
El prólogo, que nos lleva a la Navarra de 1611, introduce el legado de los Agotes en el valle que denomina a la trilogía, tema principal de la muy recomendable Baztán que Iñaki Elizalde dirigió en 2012, para centrarse en su discriminación y en las acusaciones de brujería y ritos esotéricos de las que eran objeto. Su conexión con una serie de suicidios que siguen el mismo patrón provoca el regreso de Amaia Salazar a Elizondo.
Esta combinación entre el thriller y lo sobrenatural anclada en la historia adquiere tintes escalofriantemente tenebrosos que se han sabido mantener hasta la conclusión, abierta a una tercera entrega que promete mucho pero a la que se ha dejado el listón muy alto. El descafeinado final de El guardián invisible ha sido corregido por la fuerza y la contundencia de esta culminación y el excesivo recurso en lo visual a la lluvia y la permanente penumbra se ha salvado con un trabajo de fotografía y planificación excelente a los que ha acompañado un uso inteligente del sonido y la excelsa partitura de Fernando Velázquez.
Si el impecable acabado técnico otorga un empaque de solidez al resultado final, el otro acierto en el haber de González Molina se encuentra en la elección y en la dirección de su reparto. Las nuevas incorporaciones de Imanol Arias y Leonardo Sbaraglia encajan perfectamente en el puzle, Marta Etura confirma que es la actriz perfecta para incorporar un personaje icónico como la inspectora Amaia Salazar, pero lo que termina por helarnos la sangre es la viva encarnación del terror que personifica la inconmensurable Susi Sánchez, pieza indispensable en la que se apoya el asunto de fondo de este trabajo: su reflexión filosófica sobre la verdadera naturaleza del mal.
Copyright del artículo © Manu Zapata Flamarique. Reservados todos los derechos
Copyright imágenes © ARTE, Atresmedia Cine, Nadcon Film, Nostromo Pictures, ZDF. Cortesía de DeA Planeta. Reservados todos los derechos.
Legado en los huesos
Dirección: Fernando González Molina
Guion: Luiso Berdejo, basado en la novela homónima de Dolores Redondo
Intérpretes: Marta Etura, Juan Carlos Librado “Nene”, Imanol Arias
Música: Fernando Velázquez
Fotografía: Xavi Giménez
Montaje: Verónica Callón
Duración: 112 min.
España, Alemania, 2019

Del director francés Robert Guédiguian se podría decir que es el Ken Loach galo por su retrato de la clase trabajadora desde diversos ángulos y porque su obra muestra una constante implicación y preocupación por los derechos sociales y laborales. Pero, más allá de comparaciones, habría que hablar de un autor con una voz propia e inconfundible y un estilo con unas características que hacen de cada uno de sus largometrajes una singularidad. Su inclinación a ubicar sus historias en su Marsella natal y la querencia por tres actores fetiche para encarnar a sus personajes, Jean-Pierre Darroussin, Gérard Meylan y Ariane Ascaride, que además son amigos íntimos en el caso de los dos primeros y su mujer en el tercero, conforman su marca de fábrica. De modo que sus películas tienen cierto aroma de complicidad y cercanía por la manera tan personal con la que están pergeñadas. En el filme que nos ocupa se cumplen, como no podía ser de otra manera, estas dos prerrogativas.
El nacimiento de una niña, Gloria, reúne en un hospital marsellés a toda su familia. Pero la alegría será efímera para sus jóvenes padres que pasan por una delicada situación económica. Mientras se las arreglan para llegar a fin de mes retoman el contacto con el abuelo de la pequeña, un ex convicto al que escriben para comunicar la buena noticia.
En los tiempos que corren, salvo los intensos fogonazos de Las nieves del Kilimanjaro y Una historia de locos, el cine de Guédiguian ha perdido enteros y no termina de impactar como el de antaño ni logra mantener el vigor de unos comienzos esperanzadores que tristemente se van diluyendo con el paso de los minutos. Es el caso de Gloria Mundi. Tras un planteamiento dramático tremendamente atractivo, en el que entran en juego los efectos de la crisis en la población de extracción baja y ramificaciones como la explotación laboral y el racismo y la xenofobia, se va convirtiendo en una especie de culebrón debido a las vueltas de tuerca que introduce el realizador en el texto, excesos que provocan que la trama se pase tanto de rosca que deje de interesarnos lo que en un principio había captado nuestra atención.
El mejor activo con el que cuenta el filme es su reparto, encabezado por los tres mosqueteros del cineasta de origen armenio de los que hablábamos más arriba. Sus trabajos transmiten la autenticidad que requieren los roles que escribe Guédiguian, no en vano la interpretación de Ariane Ascaride le valió la Copa Volpi en el pasado Festival de Venecia. En una narración que se reparte entre las vicisitudes de los más veteranos y sus retoños, la contribución en el caso de los segundos de la pareja formada por los padres de la pequeña Gloria, encarnados por Anaïs Demoustier y Robinson Stévenin, resulta lo más reseñable. De todos modos, ni siquiera estos brotes verdes, ni nuestra reconciliación con un final que sí se encuentra a la altura del arranque, hacen que podamos extraer una conclusión positiva del conjunto.
Copyright del artículo © Manu Zapata Flamarique. Reservados todos los derechos
Copyright imágenes © AGAT Films & Cie/ Ex Nihilo, France 3 Cinéma, BiBi Film. Cortesía de Golem Distribución. Reservados todos los derechos.
Gloria Mundi
Dirección: Robert Guédiguian
Guion: Robert Guédiguian y Serge Valetti
Intérpretes: Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin, Gérard Meylan
Música: Michel Petrossian
Fotografía: Pierre Milon
Montaje: Bernard Sasia
Duración: 106 min.
Francia, Italia, 2019

Dentro de la subtrama amorosa en la que el forzudo y bonachón Kristoff trata de pedir matrimonio continuamente y de manera infructuosa a su adorada princesa Anna, hay un cruce de canciones semi románticas que interpreta cada miembro de la feliz pareja. Se encuentran bastante separadas en el metraje pero las dos quedan vinculadas por ser, de alguna manera, una espejo de la otra, la contestación minutos más tarde de lo que ha dicho la anterior, la voz del alma de cada uno de ellos expresando sus inquietudes. Ambas se salen del tono de musical que tienen casi todas las tonadas y sus arreglos suenan claramente a reconocibles temas icónicos de principios de los 80. Primero Anna entona, junto a otros personajes, “Some things never change”, que tiene un paralelismo casi mimético con “Let my love open the door” de Pete Townshend. Y un buen rato después, Kristoff, esta vez como solista (acompañado por los renos que copian el mítico plano a cuatro cabezas del videoclip de Bohemian Rhapsody), se lanza, desorientado por la actitud de su amada, con “Lost in the woods”, que recuerda al estilo de voz y coros del Yes de “Owner of a lonely heart”.
Saliendo de este paréntesis orientado al público entrado en años, si nos centramos en la propuesta argumental, Elsa, Anna, Olaf, Kristoff y Sven han de dejar Arendelle y partir hacia un bosque encantado a donde nadie puede entrar ni de donde nadie puede salir. Allí deben encontrar el origen de los poderes de Elsa para salvar a su reino.
Para los que amamos el musical clásico, una arboleda cubierta de niebla de la que surge un pueblo misterioso al que llegan unos viajeros a los que les encanta cantar y bailar nos trae una sonrisa a la boca y el hermoso recuerdo de Brigadoon. Aunque los años han pasado desde aquel Gene Kelly vestido de escocés. En este caso las protagonistas son dos jóvenes que, tras dejar atrás la adolescencia, toman las riendas de su destino y se enfrentan a responsabilidades adultas; personajes femeninos bien construidos, complejos y con una personalidad marcada, en la línea a la que nos tiene acostumbrados Disney, pionero en estos menesteres.
Lo que no deja de sorprendernos es la valentía de la marca del ratón Mickey para lanzar sutilmente en el subtexto del guion un nuevo alegato (lo vimos recientemente en Maléfica II) en contra de la xenofobia, el racismo y la política de inmigración de Trump (muro incluido).
Salvo el interesante prólogo, el guiño ochentero dedicado a los más talluditos y un tema, “Into the unknown”, que, como “Let it go”, nos ha puesto la carne de gallina, los primeros tres cuartos de metraje han pasado dubitativos ante nuestra mirada. A partir de ahí, la irrupción junto al pecio de un barco de la oscuridad narrativa, donde lo cómico se desvanece y la intriga y lo inquietante se adueñan del relato, hace crecer notablemente un largometraje para todos los públicos cuya magnífica culminación lo consagra como digno sucesor de Frozen.
Copyright del artículo © Manu Zapata Flamarique. Reservados todos los derechos
Copyright imágenes © Walt Disney Animation Studios, Walt Disney Pictures. Cortesía de Walt Disney Studios Motion Pictures España. Reservados todos los derechos.
Frozen II
Dirección: Chris Buck y Jennifer Lee
Guion: Jennifer Lee
Intérpretes (voces en la versión original): Kristen Bell, Idina Menzel, Jonathan Groff
Canciones: Kristen Anderson-López y Robert López
Música: Christophe Beck
Montaje: Jeff Draheim
Duración: 103 min.
Estados Unidos, 2019

Hay un momento a siete mil revoluciones por minuto en el que todo desaparece. La máquina parece ingrávida y se desvanece y lo único que queda es un cuerpo moviéndose por el espacio y el tiempo. No hay palabras más certeras para describir la soledad del piloto dentro del angosto habitáculo de su coche ni para expresar qué se siente a trescientos cincuenta kilómetros por hora, cuando uno se encuentra cara a cara con su verdadero yo.
Esto podría dar a entender que esta película se centra en lo que ocurre en la pista. Nada más lejos de la realidad. Sin renunciar al vibrante latigazo de la velocidad hay mucho más detrás de esta cinta que hace de ella un acontecimiento dentro del cine sobre ruedas. Sus ramificaciones empresariales y mercadotécnicas muestran de manera igualmente estimulante las luchas por el poder dentro de una gran corporación como la Ford Motor Company y su enfrentamiento con el gigante italiano Ferrari. Dos miradas diametralmente opuestas en lo que atañe a la fabricación de turismos aunque también en lo referente a la alta competición. Y el atractivo indudable de narrar hechos reales, con figuras relevantes de la historia de la industria automovilística y del deporte a nivel mundial.
Este entramado se mueve en torno a dos tipos singulares, Carroll Shelby, el primer estadounidense en ganar las 24 horas de Le Mans, retirado prematuramente y reconvertido en jefe de equipo, y Ken Miles, un mecánico, ingeniero y piloto británico rebelde y mal mandado.
James Mangold, tras la excelente y crepuscular Logan, ha enfrentado la mastodóntica tarea de llevar adelante un circo de varias pistas que se mueve entre los despachos, los talleres, los boxes, los circuitos y, por último, en el entorno de las relaciones humanas para salir airoso, ya que ningún segmento desmerece del resto. Vamos a encontrarnos elementos de mitos directamente relacionados con esta temática como Las 24 horas de Le Mans, Grand Prix o Quinientas Millas, en ese sentido Christian Bale emula e incluso supera los emblemáticos trabajos de clásicos como James Garner, Steve McQueen y el enorme Paul Newman. Aunque lo que otorga un salto de calidad a este filme es ese toque que nos recuerda a Tucker, un hombre y su sueño.
El brutal uso del sonido y la espectacularidad del montaje (ojo a los Óscar) hacen que nos subamos literalmente en uno de aquellos monoplazas y experimentemos la velocidad como pocas veces. Algo que no es óbice para alcanzar un punto emotivo a través de un guion que habla de la amistad, la lealtad, la traición, el chauvinismo y, por supuesto, del talento que no se puede comprar con dinero. Matt Damon y, sobre todo, un Christian Bale que encarna algo muy parecido a su fama de niño malcriado en los rodajes, brillan por encima del resto. El galés nos brinda el mejor momento, uno cinematográficamente puro, capaz de resumir el filme sin palabras: Enzo Ferrari le mira desde el palco y levanta su sombrero y él asiente, devolviendo el saludo. Mágico.
Copyright del artículo © Manu Zapata Flamarique. Reservados todos los derechos
Copyright imágenes © Chernin Entertainment, Twentieth Century Fox Cortesía de 20th Century Fox España y Walt Disney Studios Motion Pictures. Reservados todos los derechos.
Le Mans ´66
Dirección: James Mangold
Guion: Jez Butterworth, John-Henry Butterworth y Jason Keller
Intérpretes: Christian Bale, Matt Damon, Caitriona Balfe
Música: Marco Beltrami y Buck Sanders
Fotografía: Phedon Papamichael
Montaje: Andrew Buckland, Michael McCusker y Dirk Westervelt
Duración: 152 min.
Estados Unidos, Francia, 2019

El todoterreno negro se detiene en el camino, junto al acceso de la casa de verano. Antoine abre la puerta y sale disparado. Eric permanece en su asiento y pregunta: ¿qué haces? Echar la carrera, contesta su interlocutor. Ya no estoy para eso, concluye todavía dentro del vehículo. Siete años antes había sido el propio Eric el que desaforadamente ganaba la pugna a su colega para ver quién no se quedaba en la habitación de los niños. Es uno de los muchos guiños a la primera parte de esta comedia agridulce generacional pero el que realmente comienza a hablar a las claras de que el tiempo no pasa en balde para aquellos treintañeros que ya se han convertido en cuarentones. De un grupo que se desintegró al final del capítulo anterior y que intenta recomponerse (a su manera) al inicio de esta continuación tras más de un lustro sin contacto.
Max, el más veterano, cascarrabias oficial de la cuadrilla y empresario de la restauración de éxito que invitaba a todas sus familias a pasar las vacaciones, acaba de caer en desgracia debido a la crisis. Con una depresión tremenda regresa a su chalet de Las Landas para ponerlo en venta. Su estrés no soporta que le hayan organizado una fiesta sorpresa de cumpleaños en aquel lugar donde tanto habían disfrutado juntos. De modo que, haciendo honor a la temática original, miente para no reconocer que se encuentra en la ruina.
Les petits mouchoirs, la denominación en francés del título inaugural, se refería a esa manía que tenemos a veces, tan acentuada en esta gente, de meter ciertos asuntos debajo de la alfombra y no compartirlos ni siquiera con los más cercanos. El actor Guillaume Canet en su faceta como director y guionista ha querido recuperar las historias de estos personajes para volver a hacer hincapié en este aspecto y pasar revista a las diferentes prioridades que van cambiando a medida que la vida se abre camino.
El haber contado con el mismo reparto, incluso en el caso de los roles infantiles, añade un plus de autenticidad a este repaso de esas pequeñas miserias que a veces nos apartan de nuestros amigos. Buenas interpretaciones, nuevas incorporaciones que se encuentran a la altura y ese tono que combina el melodrama con lo risible para quitar hierro y aliviar las situaciones más intensas.
Dentro de lo ligero, y sin alcanzar la emotividad de su predecesora, convence aplicando el estilo que le hizo alcanzar el éxito inicial: un elenco plagado de estrellas del cine galo a las que ofrece sus momentos de lucimiento individual sin desmerecer ni desvirtuar la coralidad del argumento, una banda sonora a partir de grandes éxitos en inglés cuyas letras complementan lo que estamos viendo en pantalla y un delicado y sutil equilibrio para no sobrepasar la delgada línea roja de lo excesivamente dramático ni lo descacharrantemente cómico. En resumen, un Reencuentro a la francesa finiquitado de manera más que digna.
Copyright del artículo © Manu Zapata Flamarique. Reservados todos los derechos
Copyright imágenes © Trésor Films, Caneo Films, EuropaCorp. Cortesía de A Contracorriente Films. Reservados todos los derechos.
Pequeñas mentiras para estar juntos
Dirección: Guillaume Canet
Guion: Guillaume Canet y Rodolphe Lauga
Intérpretes: François Cluzet, Marion Cotillard, Gilles Lelouche
Fotografía: Christophe Offenstein
Montaje: Hervé de Luze
Duración: 135 min.
Francia, Bélgica, 2019

Un repartidor en bicicleta muere tras ser atropellado por un camión de la basura. El demoledor titular es de mayo de este mismo año. No hay nada que pueda superar a la vida misma en fuerza dramática y profundidad argumental. Las noticias relacionadas con las deplorables condiciones laborales de los falsos autónomos están a la orden del día y esa que leemos ahí arriba hiela la sangre y encoge el corazón. Sucede cada vez en un mayor número de sectores. Gente que soporta sobre sus hombros gravámenes de los que habrían de hacerse cargo sus empleadores, amén del estrés derivado de tener que encontrarse continuamente disponibles y la necesidad de trabajar lo más rápido posible para poder recibir más pedidos y así generar un nivel de ingresos que a duras penas pueda compensar la cuota de autónomos y los gastos derivados de la compra de un vehículo para poder realizar su cometido, con riesgo evidente para su integridad y su salud (tanto física como mental).
Lo que narra este excelso guion de Paul Laverty sucede en el Reino Unido y se basa en un caso real pero la globalidad de la economía hace que lo que vemos en pantalla nos suene tristemente cercano.
Un conductor de reparto de paquetería en una delicada situación económica y su mujer, trabajadora a domicilio para personas con dependencia, luchan para llegar a fin de mes en la Inglaterra actual. Conociendo a Ken Loach, la aparente simpleza de este planteamiento lleva implícitas un sinfín de derivaciones que enriquecen todo lo que aquí se nos va a contar.
El matrimonio se ve obligado a pasar muchas horas fuera de casa por sus respectivas ocupaciones y no se ven ni atienden a su hija y a su conflictivo hijo de la manera que les gustaría. Además surgen fricciones derivadas del hecho de tener que vender su coche, con el que ella atendía a sus usuarios, para hacerse cargo del préstamo para pagar la furgoneta que él ha de adquirir para llevar a cabo su labor, y de su cada vez más angustiosa situación en una empresa con una asfixiante y agresiva política con sus empleados y un leonino régimen de sanciones. ¿Cómo puede sobrevivir una familia a todo esto? La desesperación, la ansiedad y la depresión pueden llevar a cualquiera a cometer una insensatez.
Loach realiza su película más redonda en mucho tiempo. Su tono habitual de crítica social alcanza una hondura (la necesaria para desarrollar cada una de las aristas de un asunto tan complejo) que pone los pelos de punta. Fiel a su estilo, utiliza caras desconocidas para dar mayor verosimilitud a su alegato. Las interpretaciones de los impresionantes Kris Hitchen y Debbie Honeywood, a los que vemos como nuestros vecinos, provocan que el directo al estómago resulte más brutal si cabe y que la sensación de vacío nos rompa por dentro al finalizar. Aún así y a pesar del dolor que genera, se antoja absolutamente necesaria la denuncia de una realidad tan palmaria como escalofriante.
Copyright del artículo © Manu Zapata Flamarique. Reservados todos los derechos
Copyright imágenes © Sixteen Films, BBC Films, Wild Bunch, Why Not Productions. Cortesía de Golem Distribución. Reservados todos los derechos.
Sorry we missed you
Dirección: Ken Loach
Guion: Paul Laverty
Intérpretes: Kris Hitchen, Debbie Honeywood, Rhys Stone
Música: George Fenton
Fotografía: Robbie Ryan
Montaje: Jonathan Morris
Duración: 101 min.
Reino Unido, Francia, Bélgica, 2019

Unos calcetines deportivos cuelgan de un mini tenderete circular frente a los ventanucos de un destartalado apartamento situado en un bajo a pie de calle. Allí sobrevive Kim Ki-taek, sin trabajo y sin un duro, junto a su mujer, que le apoya en lo que puede, su veinteañera y cínica primogénita y su hijo universitario. Se dedican a chupar el wi-fi de los vecinos y a montar cajas para una pequeña pizzería a la que le intentan colar incluso las defectuosas. Se aprovechan hasta de la fumigación del callejón, a costa de su propia salud, para eliminar las enormes cucarachas que pululan a sus anchas por el salón. La oportunidad surge cuando un amigo del benjamín le ofrece sustituirle como profesor de inglés de la hija de un adinerado ejecutivo. En la mejor tradición de la picaresca, y haciendo honor a sus insectiles invasores, intentará colar a cada miembro de su desempleada parentela como trabajador en aquel espectacular chalet.
Lo mejor es no hacer planes, si no haces planes nada te puede fallar, le dice el desmotivado padre a su chaval, aludiendo a que, en una situación apurada, prefiere improvisar a que no se cumplan las expectativas de lo inicialmente previsto. La perfección definitivamente resulta tediosa. Si todo sale según lo esperado, qué aburrido. ¿Qué sucede cuando las cosas se empiezan a torcer y aparece lo inesperado? Este guion explota la aparición azarosa de elementos que propician un cambio de registro, se atreve con la convivencia de géneros como la comedia y el thriller, otorgando gran importancia al suspense, e incluso se aventura con una última vuelta de tuerca (no apta para corazones sensibles) en la traca final, amén de cuestionar la posible empatía que podamos sentir por la familia protagonista.
Si sobre el papel, solamente mirando el texto parido por la retorcida imaginación de Bong Joon-ho y Jin Won Han, tenemos material realmente explosivo, su puesta en escena (por el primero de ellos) y la elección de elementos técnicos utilizados para plasmarlo sobre la pantalla elevan más si cabe la calidad y originalidad de un trabajo que, con todo merecimiento, se hizo con la Palma de Oro en el pasado Festival de Cannes. El uso del formato panorámico, que aprovecha cada centímetro del encuadre, se enriquece de una fotografía luminosa, un exquisito gusto por la composición y la elegancia de movimientos de cámara suaves y certeros para retratar la modernidad y el minimalismo del decorado principal, esa fastuosa joya arquitectónica que se convierte en un personaje más de esta historia en contraposición con la precaria vivienda de este clan de aprovechados.
Si a esta inspirada parte visual y al excelente libreto, trufado de portentosos giros que nos deparan una sorpresa tras otra y que se las apaña para cambiar el tono sin desentonar, le sumamos un atinado uso del sonido, muy trabajado, en combinación con una partitura que juega con el piano, la percusión y lo sinfónico para generar tensión dramática, la propuesta, en términos cinematográficos, no podría ser más estimulante.
Copyright del artículo © Manu Zapata Flamarique. Reservados todos los derechos
Copyright imágenes © Barunson E&A, TMS Entertainment, CJ Entertainment. Cortesía de La Aventura. Reservados todos los derechos.
Parásitos
Dirección: Bong Joon-ho
Guion: Bong Joon-ho y Jin Won Han
Intérpretes: Kang-ho Song, Yeo-jeong Yo, So-dam Park
Música: Jaeil Jung
Fotografía: Kyung-pyo Hong
Montaje: Jinmo Yang
Duración: 132 min.
Corea del Sur, 2019

El encuadre se encuentra perfectamente equilibrado por los dos lienzos en blanco, humedecidos por la marea, que reposan a ambos lados de la chimenea. La luz proveniente de la lumbre crea una sensación de claroscuro con tonos anaranjados que aporta calidez. En el centro, sentada de perfil, completamente desnuda, la pintora fuma en pipa mientras espera que el fuego complete su labor. El cuidado trabajo de fotografía de esta película, que nos recuerda vivamente el que el meticuloso Stanley Kubrick ideó para Barry Lyndon, se nutre de planos exquisitamente compuestos e iluminación natural. Céline Sciamma trata de inmortalizar momentos con la cámara para que la audiencia perciba esta historia como quien recorre un museo contemplando cuadros, utilizando una narrativa casi exclusivamente visual, genuinamente cinematográfica, utilizando todos los medios a su alcance para narrar más allá de las palabras.
Créditos iniciales. Siglo XVIII. Aula de dibujo. Una alumna señala un cuadro en la pared. ¿Lo pintó usted? Hace mucho tiempo, responde la profesora. ¿Cómo se titula? Retrato de una mujer en llamas. De ahí nace el flashback que nos va a relatar cómo llegó a existir esa pintura y que comienza con el encargo que recibe su autora para ir a inmortalizar a una joven de posición acomodada.
Siglos antes de la invención de la fotografía las casas reales de distintos países que, de manera estratégica, buscaban matrimonios con los que lograr alianzas territoriales, encargaban retratos con los que “vender” a los futuros pretendientes las virtudes de sus retoños. Ni qué decir tiene que el pincel de turno trataba de plasmar una visión lo más amable posible de la realidad. El guion recoge varios asuntos interesantes que circundan la temática principal. Uno de ellos es esta práctica, aplicada en este caso a dos familias de alcurnia, que se enriquece del matiz de que la elegida para llevarla a cabo es una mujer, con lo que sale a relucir el hecho de que muchas artistas habían de utilizar un seudónimo masculino para vender sus obras y que a alguna de ellas, como a Sofonisba Anguissola, pintora de cámara de Felipe II, no se le reconociese su labor y su firma hasta hace unos pocos años.
La brillante factura técnica y la riqueza del subtexto engrandecen más todavía la sutileza de un libreto que disecciona de manera fascinante el proceso de enamoramiento, en una primera mitad que roza la obra maestra, para, posteriormente, desarrollar los vaivenes de una relación clandestina que escapaba a los convencionalismos de su época de manera igualmente sobresaliente, aunque sin alcanzar la perfección previa. Nada de esto hubiera sido posible sin los maravillosos trabajos de Noémie Merlant y Adèle Haenel, un prodigio de contención mezclado con una expresividad a flor de piel y un torrente interpretativo que eleva sus personajes y este largometraje a cotas inimaginables. Un delicado tratado acerca del deseo y de la pasión que podemos encontrar escondida en la página 28 de cualquier libro o en una tonada mal aprendida del gran Antonio Vivaldi.
Copyright del artículo © Manu Zapata Flamarique. Reservados todos los derechos
Copyright imágenes © Lilles Films, Arte France Cinéma, Hold Up Films. Cortesía de Karma Films. Reservados todos los derechos.
Retrato de una mujer en llamas
Dirección y guion: Céline Sciamma
Intérpretes: Noémie Merlant, Adèle Haenel, Valeria Golino
Fotografía: Claire Marthon
Música: Jean-Baptiste de Laubier, Arthur Simonini
Montaje: Julien Lacheray
Duración: 119 min.
Francia, 2019